viernes, 16 de septiembre de 2016

Micromachismos en las organizaciones (a partir de Bonino)

(A partir de L. Bonino (2004): “Los Micromachismos”, La Cibeles, n. 2. http://www.luisbonino.com/pdf/Los%20Micromachismos%202004.pdf )

No es fácil afrontar la reflexión sobre las actitudes y prácticas machistas en la vida cotidiana de las organizaciones. En los últimos años se han ido generando conceptos útiles para identificar dichas prácticas y actitudes en la vida doméstica (en particular lo que L. Bonino (2004) denominó “micromachismos”). Las organizaciones son espacios de participación y de trabajo en las que, además de los ya reconocidos como delitos de acoso sexual y acoso por razón del sexo, las mujeres y personas que se distancian de las normas heteropatriarcales se ven expuestas a situaciones discriminatorias y prácticas que, sin llegar a mostrarse como violencia física, les pueden afectar en su propia posición e integración plena en dichas organizaciones.

El concepto y la tipología de Bonino sobre los micromachismos puede ser útil, pero requiere un ejercicio de adaptación a la vida organizativa y, sobre todo, requiere que nos armemos de instrumentos que permitan identificarlos como prácticas discriminatorias y puedan someterse a sanciones o, cuando menos, intervenciones para su erradicación dentro de las organizaciones que se definen como igualitarias e incluso feministas.

Los micromachismos son “maniobras interpersonales que realizan los varones para mantener, reafirmar, recuperar el dominio sobre las mujeres, o para resistirse al aumento del poder de ellas, o aprovecharse de dicho poder”; según Bonino, se trata de controles y abusos que “restringen y violentan insidiosa y reiteradamente el poder personal, la autonomía y el equilibrio psíquico de las mujeres, atentando además contra la democratización de las relaciones”. Pero no es fácil identificarlos, como siempre que nos enfrentamos a comportamientos que a simple vista nos parecen “normales” e incluso “bien intencionados” en nuestra vida cotidiana.
Para facilitar esta tarea, el autor nos ofrece una tipología de estos “micromachismos”: utilitarios, encubiertos, de crisis y coercitivos. Si bien los asocia a las relaciones de pareja, creo que esta distinción puede intentar reconceptualizarse para reconocer micromachismos organizacionales. En varios post voy a hacer un esfuerzo por aplicar este marco teórico al caso de las organizaciones. Hoy empiezo por los “micromachismos utilitarios”.

Micromachismos “utilitarios”

Los micromachismos utilitarios remiten básicamente a la división del trabajo en función del sexo, y por ello mismo afectan al reparto de los tiempos y de las funciones, que obviamente derivan del cruce entre las responsabilidades en la vida privada y en la vida pública.

Quizás sea sobre este tipo de micromachismos del que más hemos sido capaces de hablar desde el feminismo en las organizaciones, por ser quizás el más evidente: por mucho que nos proponemos las mujeres participar e integrarnos plenamente en la vida organizativa en todas su facetas, y que reivindicamos la conciliación entre la vida familiar, personal, laboral y organizativa, no se producen sino pequeños avances que muy a menudo se ponen en peligro en el reparto cotidiano de tareas, del protagonismo, de los usos del tiempo en la reuniones, etc.

Básicamente, los hombres tienen más fácil participar porque no se responsabilizan del trabajo doméstico y de los cuidados, y porque se aprovechan del mantenimiento de los roles tradicionales asignados a las mujeres en la vida familiar, que además tienden a reproducirse también muchas veces en su incorporación a la vida pública. Las mujeres suelen hacer de secretarias, limpiadoras, compañeras que sustentan las cargas emocionales del trabajo sociopolítico (en particular de los líderes), elaboradoras de materiales, organizadoras,… mientras que los ámbitos del liderazgo y de la toma de decisiones siguen estando más acaparados por los hombres.

Micromachismos “encubiertos”

Siguiendo con las definiciones de Bonino, los micromachismos pueden ser “encubiertos”. Se trata de prácticas interactivas que “intentan ocultar su objetivo de imponer las propias razones abusando de la confianza y la credibilidad ante las mujeres.” Para este autor, son las conductas más sutiles, pudiendo conducir a que las mujeres terminen negando sus deseos y hagan lo que en principio no querían hacer.

En este tipo de micromachismo el varón actúa marcando e imponiendo las reglas de juego en su interacción con las mujeres, pero lo hace sin dar directamente las órdenes ni dando la cara con su pretensión de dominio y control de la situación, más bien se despliegan estrategias manipuladoras y se ejerce lo que Bonino define como “poder de microdefinición”: capacidad y habilidad para imponer una persona sus propios intereses, creencias y percepciones.

¿Cómo pueden transcurrir estas prácticas micromachistas en una organización? Bonino nos señala algunas sobre las que reflexionar.

Maniobrar con los silencios, no dar explicaciones ni dar información de lo que se piensa, pero esperar que las compañeras efectivamente sean capaces de descifrarlo. Practicar el aislamiento y el bloqueo manipulativo con las compañeras: no permitir la cooperación, ni el trabajo en equipo mostrando que se debe a errores en sus actuaciones, o impedir el desarrollo de un debate sustantivo, recurriendo sistemáticamente a enjuiciar y descalificar a las compañeras con las que se puede estar debatiendo. Y también, en ciertas circunstancias, el “acecho”: los hombres no toman la iniciativa en tareas, esperan a que las compañeras las realicen (sin colaboración), y finalmente la crítica demoledora (“yo lo habría hecho mucho mejor”).

Pero también se incluye entre los micromachismos encubiertos prácticas como la “pseudonegociación” cuando hay debates y conflictos: digo que estoy dispuesto al debate y la negociación, pero en realidad no pienso cambiar de posición, o si lo hago debe ser entendido como una “concesión” que solo hago yo y no ella.

La “inocentización” también puede presentarse: el varón (supuestamente “experto” o “experimentado”, “racional”, “seguro”, etc.) se sitúa como juez y fiscal sobre los actos y razones de sus compañeras, señalan sus errores y nunca asumen sus responsabilidades en los mismos. Pueden, por ejemplo, adoptar posiciones paternalistas y desautorizaciones encubiertas: “compañera, te estás dejando llevar por tus sentimientos y eso impide un debate con cordura”…

Y quizás la más conocida: la “avaricia de reconocimiento”, que conocemos como “ninguneo” , es decir, no reconocer el valor de lo que las mujeres realizan, invisibilizar sus aportaciones y buenos quehaceres, sus aportaciones,…

Se trata, a mi juicio, de estrategias en las que se hace visible lo que diversos autores han planteado como una estrecha relación entre el control del conocimiento y la información y el ejercicio del poder y la dominación. M. Foucault consideraba que los "discursos" son, en realidad, conjunciones de formas específicas de saber y de poder que no actúan simplemente de forma "represiva", sino que son "productivos": nuestras concepciones de la realidad y de nuestra identidad están conformadas a partir de ciertas reglas que determinan lo que puede decirse y lo que puede pensarse o sentirse en un "discurso" concreto y en un tiempo determinado. Para este autor, el poder no se practica sin el control del saber y, viceversa, el saber se construye en un marco donde el poder marca nuestras formas de entender el mundo y la vida.

Micromachismos “coercitivos”: desnaturalizar lo naturalizado

Retomamos el análisis de esas actitudes cotidianas y comportamientos manipulativos que nos cuesta percibir como machistas, pero que lo son y lesionan la vida y la participación de las mujeres en las organizaciones: micromachismos. Es muy importante una cosa para nosotras: que no nos dejemos pillar por un sentimiento de derrota, que no nos creamos lo que nos quieren hacer ver y sentir sobre nosotras mismas, que nos nos creamos ni ineficaces, ni débiles, ni incapacitadas.

Es importante el peso del carácter de “hábito” (retomando el concepto de Bourdieu de “habitus”) que Bonino otorga a estas prácticas y actitudes, porque permiten entender por qué las concebimos como “normales”: “esta mirada naturaliza y oculta la jerarquía de género, favorece no ver las necesidades de las mujeres (ya que a quien está se le ve menos), y permite evadirse de la responsabilidad por los efectos que sobre ella tiene la propia conducta dominante”.

Esta característica sustenta el esfuerzo de realizar lo que estamos haciendo con estos breves textos, que es “desnaturalizar” lo “naturalizado”: descubrir cómo se nos sigue “mirando desde arriba” a las mujeres, cómo muchos hombres siguen aferrados a los “secretos del poderoso” (Godelier) y tratando de monopolizar la utilización de los códigos que sustentan el poder y la autonomía dentro de las organizaciones.

Dentro del repertorio reconocido por Bonino, se encuentran los que él define como micromachismos “coercitivos”, en los que “el varón usa la fuerza moral, psíquica, económica o de la propia personalidad (no la física) de un modo directo, para intentar doblegar a la mujer, limitar su libertad, expoliar su pensamiento, su tiempo o su espacio, y restringir su capacidad de decisión.”
Se trata quizás de las formas más sutilmente presentes en la vida de las organizaciones, donde es demasiado frecuente constatar cómo hay hombres que intentan hacer sentir a las mujeres con menos capacidad de autonomía para intervenir, donde se ponen en cuestión sus capacidades racionales, de argumentación y de decisión, y donde se llega a sugerir como dificultades para la vida orgánica su “escasa” dedicación a la vida organizativa por menor disponibilidad de tiempo que la de ellos…

¿Cómo se hacen valer estos prejuicios y prácticas sexistas? Con cosas tan aparentemente sencillas como un uso expansivo-abusivo del tiempo exigido por la vida organizativa frente al reconocimiento de la necesidad de hacerlo conciliar con la vida personal y familiar, o la negación de medidas que puedan facilitar dicha conciliación, como el establecimiento de servicios de cuidado de menores durante el desarrollo de las reuniones (y por lo tanto, armarse de espacios que permitan dicho cuidado en los locales de las propias organizaciones).

Pero también, y quizás sobre todo, con la imposición de lógicas y estilos de funcionamiento que otorgan “superioridad” a lo que se considera la “lógica racional” asociada a pautas de conducta “masculinas”, como por ejemplo, la negación y el cuestionamiento de los sentimientos de las personas en el devenir de la dinámica y los procesos participativos (que, además, se consideran como “cuestiones de mujeres”, reproduciendo los tópicos y los prejuicios sexistas de nuestra cultura).

Se utilizan estos desprecios a lógicas y estilos alternativos para imponer ideas, conductas o elecciones desfavorables a las mujeres; en palabras de Bonino, “son utilizados por varones que se creen con derecho a monopolizar la definición de la realidad, suponiendo que tienen la <única> razón o que la suya es la mejor. Quienes la realizan no tienen en cuenta los sentimientos o deseos ajenos ni las alternativas, y suponen que exponer sus argumentos les da derecho a salirse con la suya”.

Estas imposiciones recurren a estrategias de diverso tipo en los debates, reuniones, y en las redes sociales. Se recurre a la intimidación (en particular a mujeres en posiciones de dirección de una organización, o en el proceso de acceder a estas posiciones); la anulación o la negación de las decisiones de las mujeres, coacciones en la comunicación (interrupciones sistemáticas cuando intervienen compañeras), y a algo que tristemente se practica con mucha asiduidad en ciertos entornos: la insistencia abusiva para lograr imponer un fin, o lo que decimos en lenguaje coloquial, “ganar por cansancio”.

La resistencia al cambio: “micromachismos de crisis”

La tipología de micromachismo que dejo para el final es la que Bonino denomina “de crisis”, que el autor dice aparecer asociada a las situaciones en las que las mujeres han logrado avanzar en autonomía o se ha producido una sensación del varón de ver disminuida su capacidad de control y dominio sobre la mujer. El objetivo en este caso de las prácticas sexistas sería evitar el cambio de estatus quo, intentar retener o recuperar poder, eludir el propio cambio o “sosegar los propios temores a sentirse impotente, inferirorizado, subordinado o abandonado.”

Las estrategias señaladas por el autor serían la “resistencia pasiva” y el “distanciamiento”, el “tomarse tiempo” , “aguantar el envite” o refugiarse en una crítica a las formas en las que se plantean exigencias o demandas de cambio por parte de las mujeres para eludir la reflexión sobre los cambios que hay que afrontar.

Este tipo de prácticas es posible que se vuelvan más importantes en estos tiempos en los que la presencia de las mujeres en las organizaciones empieza a ofrecer marcos de empoderamiento para ellas que resultan a todas luces incómodos para los varones que, a pesar de proclamarse igualitarios, no quieren soltar las riendas del dominio social, político, económico y organizativo.

No nos son ajenas muchas de estas conductas. “La igualdad es cosas de ellas” (y por lo tanto los objetivos igualitarios, la transversalidad, la presencia paritaria en actos, candidaturas y cargos electos solo avanzan por ellas, no porque ellos sean proactivos en su materialización en las organizaciones). “Aguantaremos lo que haya que aguantar”, hasta que se consiga, por ejemplo, desvirtuar la lucha y los objetivos igualitarios dentro de la organización. O las insistentes posiciones de desprestigio sistemático del feminismo en la organización: “feminazis”, “feminismo es igual que machismo”, “hablemos de igualdad, no de feminismo”…

Se trata, en definitiva, de combatir por la democratización de género de las organizaciones. Para conseguir una mayor coherencia entre los discursos “feministas e igualitarios” dentro de las organizaciones y su realidad cotidiana, resulta crucial que realicemos de forma bastante permanente actividades que permitan identificar qué prácticas están teniendo contenido sexista en la organización concreta, asumir con talante autocrítico que existen estas actitudes, comportamientos y malas prácticas individual y colectivamente, y establecer medidas para combatirlas.

Por lo pronto, necesitamos construir un marco de “tolerancia cero” a prácticas que están ahí: la utilización de lenguaje sexista y no inclusivo; el uso de expresiones machistas (“hijo/a de puta”, “cojonudo”, “de puta madre”, “coñazo”, “por mis huevos”, “putada”…); el uso expansivo de los espacios colectivos por los hombres; la autoatribución de ideas generadas por mujeres por parte de hombres, que las muestran como suyas; el reconocimiento y concesión automática de autoridad moral, intelectual o de experiencia a los hombres, mientras que la de las mujeres “habrá que demostrarla”; alzamiento de la voz, interrupciones, repeticiones de argumentos, descalificación de las mujeres como interlocutoras, como actoras organizativas centrales (tanto para la vida interna como externa de la organización); dejar los temas asociados a cuestiones de igualdad, violencia de género, etc., para el final de reuniones y procesos deliberativos y decisorios; uso expansivo del tiempo de las reuniones; apelar a la “racionalidad” varonil frente a la “emotividad” femenina; insistencia abusiva en posiciones sin ceder en la interacción…

Y por supuesto, establecer mecanismos y protocolos para la prevención y erradicación de las prácticas que sí están reconocidas como violencia machista, entre las que obviamente se incluyen el acoso y las agresiones sexuales y el acoso por razón de sexo.

Ya es hora de que las mujeres que participamos en organizaciones sociales, políticas, culturales, sindicales,… dejemos de estar permanentemente expuestas a vivencias tan contradictorias en relación a nuestros derechos.


Sobre "La corrosión del carácter" de R. Sennett


El objetivo del libro es poner en evidencia las implicaciones no siempre “legibles” de lo que el autor denomina “neocapitalismo” para referirse a las transformaciones del régimen capitalista impulsadas desde la década de los 80 en las políticas económicas y los modos de organización de la producción. En el libro Sennett logra una inigualable combinación entre la elaboración teórica (en la que toma como referentes aportaciones desde distintas disciplinas: sociología, psicología, antropología, historia, filosofía,…) y la identificación de problemas concretos de la realidad social, partiendo además de una metodología de aproximación a situaciones y casos particulares que le permite identificar síntomas centrales de los efectos de las transformaciones de los modos de organización del trabajo en la vida social.
La definición del “carácter” me resulta única: “el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras relaciones con los demás” (p. 10), dándole relevancia a las relaciones de la persona con el mundo (inspirada en Horacio), pero remitiendo al largo plazo:

“El carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo, bien a través de la búsqueda de objetivos a largo plazo, bien por la práctica de postergar la gratificación en función de un objetivo futuro. De la confusión de sentimientos en que todos vivimos en un momento cualquiera, intentamos salvar y sostener algunos; estos sentimientos sostenibles serán los que sirvan a nuestro carácter. El carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que queremos ser valorados.” (p. 10)
                Lo nuevo de este punto de partida, que otorga un papel central en la mirada sociológica a algo que hemos entendido tradicionalmente como un término exclusivamente psicológico e individual (no social), es que no sitúa el debate en el concepto con el que más activamente hemos asociado la dimensión subjetiva de la vida social: la “identidad”. No he encontrado en la obra una explicación de esta elección, pero intuyo que remite al hecho de que el concepto de “identidad” ha estado muy a menudo asociado a pretensiones de depender de rasgos “esenciales” de los sujetos sociales. La “identidad” ha sido muy útil a quienes han pretendido apuntar a la existencia de sujetos sociales marcados por condiciones ajenas a la voluntad y la elección (el sexo, la etnia, incluso la raza o el territorio), de lo que hemos considerado conceptualmente como “estructuras”, mientras que Sennett apela a elecciones subjetivas que adoptamos éticamente y, más aún, los deseos y sentimientos en el contexto de nuestras “relaciones con el mundo”.
                Este término, por tanto, me parece que sienta las bases de una sociología en la que lo íntimo y personal están en el centro de los análisis de las dinámicas y procesos del poder. Y aunque el autor no muestra un interés específico por señalar cómo este planteamiento puede facilitar la ruptura con el sesgo patriarcal de la investigación social cuando se aproxima al análisis del mundo de “lo productivo”, desde mi punto de vista da cuerpo a una forma de afrontar la mirada feminista del mundo contemporáneo que creo que vale la pena explorar.
               Con todo, me voy a centrar en otra “utilidad” de este genial concepto que me remite a entender ciertas vivencias que en los últimos años –yo hablaría de la última década- he podido experimentar en organizaciones de carácter social y político y que me ha sido difícil comprender desde las categorías heredadas de la propia sociología e incluso la psicología social. Para ello, el propio título del libro es crucial, “la corrosión del carácter”, cuya génesis para mí se resume de entrada en una sencilla frase en los inicios del libro: “las cualidades del buen trabajo no son las cualidades del buen carácter” (p. 20). Es decir, las transformaciones en “la manera de organizar el tiempo y en especial el tiempo de trabajo” en nuestros días pueden estar lanzando a la deriva los buenos valores que en la vida interior y emocional las personas pueden haber elegido, de modo que la lógica desde la que funcionamos en las organizaciones no tenga nada que ver con las elecciones que hayamos podido asumir incluso para vincularnos a organizaciones que se supone se crearon para desarrollar fines contra las injusticias, las corruptelas y los efectos nocivos de nuestra  sociedad.
                Una primera característica sobre la que el autor llama la atención y que sustenta esta “corrosión del carácter” es que el capitalismo de nuestro tiempo rechaza el orden “a largo plazo” que ha primado en las sociedades capitalistas durante las dos décadas de régimen fordista y Estado del Bienestar. Las organizaciones se entienden en la actualidad como “redes”, como “proyectos” y “campos de trabajo”, más “ligeras en la base” y que se pueden desmontar o redefinir más rápidamente que las estructuras jerárquicas con forma piramidal típicas de las burocracias (p. 22).
Me gusta una metáfora que Sennett toma de Walter Powell para identificar las nuevas empresas (el autor se centra en las empresas, pero yo creo que en parte esto es extrapolable a otro tipo de organizaciones): “. El archipiélago es una imagen adecuada para describir las comunicaciones que se verifican como un viaje interinsular, si bien –gracias a las modernas tecnologías- a la velocidad de la luz.” (p. 22). Aunque una organización se muestre como grande, y crezca en escaso tiempo, el modelo organizativo no se establece en términos jerárquicos, sino que el crecimiento se articula con unidades pequeñas interconectadas entre sí de forma bastante permanente y rápida, de fácil conexión, pero también de fácil desaparición. El hundimiento de una “isla” no hunde el archipiélago…
Pero ¿por qué este “nada a largo plazo” corroe el carácter? Básicamente porque lo efímero rara vez puede ser funcional como guía de la construcción de elecciones sobre principios éticos y vínculos emocionales sólidos: “el “nada a largo plazo” corroe la confianza, la lealtad y el compromiso mutuos (…). Estos vínculos  sociales tardan en desarrollarse, y lentamente echan raíces en las grietas de las instituciones.” Las redes rechazan vínculos fuertes, solo sustentan vínculos débiles, requieren “formas fugaces de asociación”. “Los lazos sociales sólidos –como la lealtad- han dejado de ser convincentes.” (p. 23). El “desapego” y la “cooperación superficial” son “una armadura mejor que el comportamiento basado en los valores de lealtad y servicio.” (p. 24)
El problema que se le plantea a los proyectos sociales y políticos que aspiran a una práctica transformadora radical de la realidad (entendiendo por ello que aspiran a cambiar este régimen desde sus raíces) es que esas aspiraciones son de largo recorrido, el largo plazo forma parte de su propia fundamentación, si bien deben moverse en un mundo que funciona en claves del corto plazo con todas estas limitaciones. Sennett encuentra este dilema en relación a los proyectos familiares de las personas, pero para mi también afecta a los movimientos y organizaciones actuales con presencia en la política, el sindicalismo y las luchas sociales: ¿cómo conseguir proteger organizaciones transformadoras “para que no sucumban a los comportamientos a corto plazo, el modo de pensar inmediato y, básicamente, el débil grado de lealtad y compromiso que caracterizan al moderno lugar de trabajo?”. Si este “capitalismo de corto plazo” amenaza con “corroer el carácter” es porque afecta a “aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible”…difícilmente organizaciones que deberían valorar la honradez, el compromiso o la obligación ética pueden mantenerse “inmunizadas” de esta “corrosión”.
La vida cotidiana se experimenta y transcurre en un devenir de un “tiempo desarticulado” que “amenaza la capacidad de la gente de consolidar su carácter en narraciones duraderas”, y una reacción a esta imposibilidad de la narración puede ser la construcción de una “comunidad simbólica idealizada”, que en el caso de las organizaciones puede suponer efectivamente procesos de confrontación y búsqueda de “los sectores auténticos” frente a los “foráneos”, diferentes, por razones diversas. Las dinámicas del tiempo fragmentado no dan para construir comunidades dentro de las organizaciones reales y constructivas e integradoras…dan para generar más bien conductas sectarias sustentadoras de esas comunidades ficticias, que en algunos casos pueden construirse a partir de ficciones conspiratorias que justifican prácticas de acoso y derribo a quienes se deja fuera de la “comunidad”. Se trata, obviamente, de respuestas culturales conservadoras que, por cierto, escaso daño le hacen al régimen neocapitalista, dado que mantienen la desintegración como realidad, y entretienen la dinámica organizativa en conflictos secundarios que terminan por debilitar el propio proyecto, y de dicha debilidad se hace responsable a “los otros” construidos, sin tener capacidad de identificar los tentáculos del poder establecido en el interior de la propia organización.
Los capítulos centrales del libro se refieren a identificar los nuevos modelos de organización del poder en el mundo empresarial que sustentan todas estas tendencias desintegradoras. Algunas ideas importantes.

-  La estructura interna de las instituciones se reorganiza pasando a ser central dejar que “las demandas cambiantes del mundo exterior” determinen esta estructura (p. 53).
- Se atribuye a las viejas formas de autoridad un carácter burocrático e inflexible…pero su sustitución no ha sido para hacer desaparecer el poder ni la dominación, sino para hacerlos menos visibles: “desafiar al viejo orden burocrático no ha traído consigo menos estructura institucional. Es una estructura que ya no tiene la claridad de la pirámide, se ha vuelto más “intrincada”, no más sencilla.”: “La dominación desde arriba es, a la vez, fuerte y amorfa.” (p. 58).
- Se instaura una nueva “ética del trabajo”. “La ética del trabajo, tal como la entendemos corrientemente, reafirma el uso autodisciplinado del tiempo y el valor de la gratificación postergada” (p. 103): trabajar duro y esperar. Pero esta ética requiere, obviamente, instituciones estables. La nueva ética se supone que debe adaptarse a instituciones rápidamente cambiantes, y por tanto debe estar más asociada a la inmediatez del presente. La fórmula que se ha generado es el llamamiento al trabajo en equipo, a la cooperación, pero a un determinado tipo de cooperación, no cualquiera. Es importante aquí ir a las palabras del propio autor:
“La gente aún sigue jugando al poder en los equipos, pero al hacerse hincapié en las capacidades blandas de la comunicación, en la facilitación y la mediación, un aspecto del poder cambia radicalmente: la autoridad desaparece, la autoridad del tipo que proclama segura de sí misma: ¡Ésta es la manera correcta!¡Obedéceme porque sé de lo que estoy hablando! La persona con poder no justifica sus órdenes; los poderosos sólo posibilitan un camino a los demás. Este poder sin autoridad desorienta a los empleados, que pueden seguir sintiendo la necesidad de justificarse, si bien ahora no hay nadie que responda. El Dios de Calvino ha huido. La desaparición de las figuras de la autoridad se da de maneras específicas y tangibles.” (p. 115).

La metáfora equipara el mundo del trabajo a un encuentro deportivo entre equipos,  sirviendo para explicar la ficción del discurso que acompaña a esta nueva ética, y se utiliza a menudo para justificar el bloqueo al papel representativo y negociador de los sindicatos. Volvemos al texto del autor:
“Lauri Graham encontró a la gente oprimida de un modo particular por la misma superficialidad de las ficciones del trabajo en equipo. La presión de otros colegas de su equipo de trabajo ocupaba el lugar del jefe que azuzaba con el látigo para que los coches avanzasen lo más rápido posible en la cadena de montaje; la ficción de empleados cooperando en equipo servía a la incesante pulsión de la empresa a una productividad cada vez mayor.” (pp. 118-119)

Los jefes se equiparan a “entrenadores” frente a los antiguos “supervisores”. El modelo sirve para algo crucial: ocultar la autoridad y eludir la responsabilidad, al tiempo que el carácter colectivo del trabajo sirve para negar la legitimidad de las necesidades y deseos de los trabajadores individuales: cualquier demanda de un trabajador/a se muestra como “falta de disposición a cooperar del empleado” (p. 121).Y, finalmente, la gente no puede construir una narrativa de su futuro, no puede construir expectativas, por las incertidumbres del modelo, un modelo en el que, además, el fracaso es individual, no estructural.

En el capítulo final, el autor señala que las “condiciones emocionales” que el lugar de trabajo impone a las personas, “las incertidumbres de la flexibilidad; la ausencia de confianza y compromiso con raíces profundas; la superficialidad del trabajo en equipo; y, más que nada, el fantasma de no conseguir hacer nada de uno mismo en el mundo, de mediante el trabajo” mueven a las personas a “buscar otra escena de cariño y profundidad”, siendo una de las posibles respuestas el despertar de “un deseo de comunidad” (p. 145), la construcción de un “nosotros”.
Pero ese nosotros puede tener significados distintos, no siempre positivos para una transformación del mundo que lo sustenta. Puede definirse construyendo un “otro” defensivo que no siempre son los poderosos (por ejemplo, los inmigrantes y otras personas de fuera, los que recorren “los circuitos del mercado de trabajo global”). 
                ¿Cuándo puede usarse positivamente? Cuando se utiliza para “explorar más en profundidad y con una actitud más positiva”. La recomendación de Sennett se orienta a tomar como referencia “los dos elementos de la frase "destino compartido". ¿Qué clase de compartir se requiere para resistir la nueva política económica, más que para huir de ella? ¿Qué clase de relaciones personales sostenidas en el tiempo pueden estar contenidas en el uso de 'nosotros'?” (p. 146).
                Es fundamental el rescate del “vínculo social”, “que surge básicamente de una sensación de dependencia mutua” (p. 146), y que se apoye en el “compartir”. Se nos engaña dando a entender que la dependencia equivale a “parasitismo social, y sin embargo esa falsa “independencia” resulta ser “una potente herramienta disciplinaria”, ya que nos pone en la tesitura de que no dependemos de otros. Tenemos que desafiar la falsa contraposición entre dependencia (yo-débil-dependiente) e independencia (yo-fuerte-independiente), que aplana la realidad y niega su complejidad.
                Avergonzarse de la dependencia –como se nos quiere imponer desde las instituciones neocapitalistas- supone erosionar la confianza y el compromiso mutuos, “y la falta de estos vínculos sociales amenaza el funcionamiento de cualquier empresa colectiva” (p. 148)

      (…); en la vida adulta, una persona sanamente independiente es capaz de depender de los otros cuando la ocasión lo requiere y también de saber en quién le conviene confiar. En las relaciones íntimas, el miedo a volverse dependiente de alguien significa no poder confiar en esa persona; en lugar de esa confianza, las propias defensas mandan.” (p. 147)
      “El tono ácido de las discusiones actuales sobre necesidades de bienestar social, derechos sociales y redes de seguridad está impregnado de insinuaciones de parasitismo, por un lado, y se topa con la rabia de los humillados, por otro. Cuanto más vergonzosa sea la sensación de dependencia y limitación, más se tenderá a sentir la rabia del humillado. Restituir la fe en los demás es un acto reflexivo; requiere menos miedo a la vulnerabilidad propia. Sin embargo, este acto reflexivo tiene un contexto social. Las organizaciones que celebran la independencia y la autonomía, lejos de inspirar a sus empleados, pueden suscitar esa sensación de vulnerabilidad. Y las estructuras sociales que no fomentan de un modo positivo la confianza en los otros en momentos de crisis infunden la más neutra y vacía falta de confianza.”(p. 149)
           Caben dos estrategias ante una crisis del “nosotros” como la que estamos viviendo. Una primera, practicada desde movimientos comunitaristas conservadores, intenta apropiarse de palabras y discursos que apelan a la confianza, responsabilidad mutua y el compromiso en términos de unos supuestos “valores comunes” compartidos, pero rechazando cualquier posibilidad de conflicto. Se trata de un “nosotros” ficticio.
                Más adecuado resulta para el autor asumir las propuestas de los teóricos del conflicto (en particular, Lewis Coser), para quien el conflicto en sí mismo puede ser una “fuente de sentido comunitario”, en la medida en que “la gente aprende a escuchar y a reaccionar entre sí incluso percibiendo sus diferencias más profundamente”. Según Coser, “no hay comunidad hasta que no se reconozcan las diferencias latentes en su seno. Los vínculos fuertes entre la gente implican un compromiso con sus diferencias…” (p. 150). Por eso adquiere relevancia el modelo de “democracia deliberativa”, frente al “régimen de la flexibilidad”, en el que “los que tienen el poder de evitar la responsabilidad, tienen también los medios para reprimir las discrepancias.”, reprimiendo “el poder de la ” (p. 152).
                Y, en definitiva, este “nosotros” remite al rescate del “carácter”, entendido como “conexión con el mundo”, como el “ser necesario para los demás”. El capitalismo moderno corroe este carácter porque “hay historia, pero no narrativa compartida de dificultad y, por lo tanto, no hay destino compartido (…) …la pregunta ¿quién me necesita? no tiene respuesta inmediata” (p. 154). Pero esto mismo le puede llevar a su propia desaparición:

“No sé cuáles son los programas políticos que surgen de esas necesidades internas, pero sí sé que un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad.” (p. 155)