viernes, 16 de septiembre de 2016

Micromachismos en las organizaciones (a partir de Bonino)

(A partir de L. Bonino (2004): “Los Micromachismos”, La Cibeles, n. 2. http://www.luisbonino.com/pdf/Los%20Micromachismos%202004.pdf )

No es fácil afrontar la reflexión sobre las actitudes y prácticas machistas en la vida cotidiana de las organizaciones. En los últimos años se han ido generando conceptos útiles para identificar dichas prácticas y actitudes en la vida doméstica (en particular lo que L. Bonino (2004) denominó “micromachismos”). Las organizaciones son espacios de participación y de trabajo en las que, además de los ya reconocidos como delitos de acoso sexual y acoso por razón del sexo, las mujeres y personas que se distancian de las normas heteropatriarcales se ven expuestas a situaciones discriminatorias y prácticas que, sin llegar a mostrarse como violencia física, les pueden afectar en su propia posición e integración plena en dichas organizaciones.

El concepto y la tipología de Bonino sobre los micromachismos puede ser útil, pero requiere un ejercicio de adaptación a la vida organizativa y, sobre todo, requiere que nos armemos de instrumentos que permitan identificarlos como prácticas discriminatorias y puedan someterse a sanciones o, cuando menos, intervenciones para su erradicación dentro de las organizaciones que se definen como igualitarias e incluso feministas.

Los micromachismos son “maniobras interpersonales que realizan los varones para mantener, reafirmar, recuperar el dominio sobre las mujeres, o para resistirse al aumento del poder de ellas, o aprovecharse de dicho poder”; según Bonino, se trata de controles y abusos que “restringen y violentan insidiosa y reiteradamente el poder personal, la autonomía y el equilibrio psíquico de las mujeres, atentando además contra la democratización de las relaciones”. Pero no es fácil identificarlos, como siempre que nos enfrentamos a comportamientos que a simple vista nos parecen “normales” e incluso “bien intencionados” en nuestra vida cotidiana.
Para facilitar esta tarea, el autor nos ofrece una tipología de estos “micromachismos”: utilitarios, encubiertos, de crisis y coercitivos. Si bien los asocia a las relaciones de pareja, creo que esta distinción puede intentar reconceptualizarse para reconocer micromachismos organizacionales. En varios post voy a hacer un esfuerzo por aplicar este marco teórico al caso de las organizaciones. Hoy empiezo por los “micromachismos utilitarios”.

Micromachismos “utilitarios”

Los micromachismos utilitarios remiten básicamente a la división del trabajo en función del sexo, y por ello mismo afectan al reparto de los tiempos y de las funciones, que obviamente derivan del cruce entre las responsabilidades en la vida privada y en la vida pública.

Quizás sea sobre este tipo de micromachismos del que más hemos sido capaces de hablar desde el feminismo en las organizaciones, por ser quizás el más evidente: por mucho que nos proponemos las mujeres participar e integrarnos plenamente en la vida organizativa en todas su facetas, y que reivindicamos la conciliación entre la vida familiar, personal, laboral y organizativa, no se producen sino pequeños avances que muy a menudo se ponen en peligro en el reparto cotidiano de tareas, del protagonismo, de los usos del tiempo en la reuniones, etc.

Básicamente, los hombres tienen más fácil participar porque no se responsabilizan del trabajo doméstico y de los cuidados, y porque se aprovechan del mantenimiento de los roles tradicionales asignados a las mujeres en la vida familiar, que además tienden a reproducirse también muchas veces en su incorporación a la vida pública. Las mujeres suelen hacer de secretarias, limpiadoras, compañeras que sustentan las cargas emocionales del trabajo sociopolítico (en particular de los líderes), elaboradoras de materiales, organizadoras,… mientras que los ámbitos del liderazgo y de la toma de decisiones siguen estando más acaparados por los hombres.

Micromachismos “encubiertos”

Siguiendo con las definiciones de Bonino, los micromachismos pueden ser “encubiertos”. Se trata de prácticas interactivas que “intentan ocultar su objetivo de imponer las propias razones abusando de la confianza y la credibilidad ante las mujeres.” Para este autor, son las conductas más sutiles, pudiendo conducir a que las mujeres terminen negando sus deseos y hagan lo que en principio no querían hacer.

En este tipo de micromachismo el varón actúa marcando e imponiendo las reglas de juego en su interacción con las mujeres, pero lo hace sin dar directamente las órdenes ni dando la cara con su pretensión de dominio y control de la situación, más bien se despliegan estrategias manipuladoras y se ejerce lo que Bonino define como “poder de microdefinición”: capacidad y habilidad para imponer una persona sus propios intereses, creencias y percepciones.

¿Cómo pueden transcurrir estas prácticas micromachistas en una organización? Bonino nos señala algunas sobre las que reflexionar.

Maniobrar con los silencios, no dar explicaciones ni dar información de lo que se piensa, pero esperar que las compañeras efectivamente sean capaces de descifrarlo. Practicar el aislamiento y el bloqueo manipulativo con las compañeras: no permitir la cooperación, ni el trabajo en equipo mostrando que se debe a errores en sus actuaciones, o impedir el desarrollo de un debate sustantivo, recurriendo sistemáticamente a enjuiciar y descalificar a las compañeras con las que se puede estar debatiendo. Y también, en ciertas circunstancias, el “acecho”: los hombres no toman la iniciativa en tareas, esperan a que las compañeras las realicen (sin colaboración), y finalmente la crítica demoledora (“yo lo habría hecho mucho mejor”).

Pero también se incluye entre los micromachismos encubiertos prácticas como la “pseudonegociación” cuando hay debates y conflictos: digo que estoy dispuesto al debate y la negociación, pero en realidad no pienso cambiar de posición, o si lo hago debe ser entendido como una “concesión” que solo hago yo y no ella.

La “inocentización” también puede presentarse: el varón (supuestamente “experto” o “experimentado”, “racional”, “seguro”, etc.) se sitúa como juez y fiscal sobre los actos y razones de sus compañeras, señalan sus errores y nunca asumen sus responsabilidades en los mismos. Pueden, por ejemplo, adoptar posiciones paternalistas y desautorizaciones encubiertas: “compañera, te estás dejando llevar por tus sentimientos y eso impide un debate con cordura”…

Y quizás la más conocida: la “avaricia de reconocimiento”, que conocemos como “ninguneo” , es decir, no reconocer el valor de lo que las mujeres realizan, invisibilizar sus aportaciones y buenos quehaceres, sus aportaciones,…

Se trata, a mi juicio, de estrategias en las que se hace visible lo que diversos autores han planteado como una estrecha relación entre el control del conocimiento y la información y el ejercicio del poder y la dominación. M. Foucault consideraba que los "discursos" son, en realidad, conjunciones de formas específicas de saber y de poder que no actúan simplemente de forma "represiva", sino que son "productivos": nuestras concepciones de la realidad y de nuestra identidad están conformadas a partir de ciertas reglas que determinan lo que puede decirse y lo que puede pensarse o sentirse en un "discurso" concreto y en un tiempo determinado. Para este autor, el poder no se practica sin el control del saber y, viceversa, el saber se construye en un marco donde el poder marca nuestras formas de entender el mundo y la vida.

Micromachismos “coercitivos”: desnaturalizar lo naturalizado

Retomamos el análisis de esas actitudes cotidianas y comportamientos manipulativos que nos cuesta percibir como machistas, pero que lo son y lesionan la vida y la participación de las mujeres en las organizaciones: micromachismos. Es muy importante una cosa para nosotras: que no nos dejemos pillar por un sentimiento de derrota, que no nos creamos lo que nos quieren hacer ver y sentir sobre nosotras mismas, que nos nos creamos ni ineficaces, ni débiles, ni incapacitadas.

Es importante el peso del carácter de “hábito” (retomando el concepto de Bourdieu de “habitus”) que Bonino otorga a estas prácticas y actitudes, porque permiten entender por qué las concebimos como “normales”: “esta mirada naturaliza y oculta la jerarquía de género, favorece no ver las necesidades de las mujeres (ya que a quien está se le ve menos), y permite evadirse de la responsabilidad por los efectos que sobre ella tiene la propia conducta dominante”.

Esta característica sustenta el esfuerzo de realizar lo que estamos haciendo con estos breves textos, que es “desnaturalizar” lo “naturalizado”: descubrir cómo se nos sigue “mirando desde arriba” a las mujeres, cómo muchos hombres siguen aferrados a los “secretos del poderoso” (Godelier) y tratando de monopolizar la utilización de los códigos que sustentan el poder y la autonomía dentro de las organizaciones.

Dentro del repertorio reconocido por Bonino, se encuentran los que él define como micromachismos “coercitivos”, en los que “el varón usa la fuerza moral, psíquica, económica o de la propia personalidad (no la física) de un modo directo, para intentar doblegar a la mujer, limitar su libertad, expoliar su pensamiento, su tiempo o su espacio, y restringir su capacidad de decisión.”
Se trata quizás de las formas más sutilmente presentes en la vida de las organizaciones, donde es demasiado frecuente constatar cómo hay hombres que intentan hacer sentir a las mujeres con menos capacidad de autonomía para intervenir, donde se ponen en cuestión sus capacidades racionales, de argumentación y de decisión, y donde se llega a sugerir como dificultades para la vida orgánica su “escasa” dedicación a la vida organizativa por menor disponibilidad de tiempo que la de ellos…

¿Cómo se hacen valer estos prejuicios y prácticas sexistas? Con cosas tan aparentemente sencillas como un uso expansivo-abusivo del tiempo exigido por la vida organizativa frente al reconocimiento de la necesidad de hacerlo conciliar con la vida personal y familiar, o la negación de medidas que puedan facilitar dicha conciliación, como el establecimiento de servicios de cuidado de menores durante el desarrollo de las reuniones (y por lo tanto, armarse de espacios que permitan dicho cuidado en los locales de las propias organizaciones).

Pero también, y quizás sobre todo, con la imposición de lógicas y estilos de funcionamiento que otorgan “superioridad” a lo que se considera la “lógica racional” asociada a pautas de conducta “masculinas”, como por ejemplo, la negación y el cuestionamiento de los sentimientos de las personas en el devenir de la dinámica y los procesos participativos (que, además, se consideran como “cuestiones de mujeres”, reproduciendo los tópicos y los prejuicios sexistas de nuestra cultura).

Se utilizan estos desprecios a lógicas y estilos alternativos para imponer ideas, conductas o elecciones desfavorables a las mujeres; en palabras de Bonino, “son utilizados por varones que se creen con derecho a monopolizar la definición de la realidad, suponiendo que tienen la <única> razón o que la suya es la mejor. Quienes la realizan no tienen en cuenta los sentimientos o deseos ajenos ni las alternativas, y suponen que exponer sus argumentos les da derecho a salirse con la suya”.

Estas imposiciones recurren a estrategias de diverso tipo en los debates, reuniones, y en las redes sociales. Se recurre a la intimidación (en particular a mujeres en posiciones de dirección de una organización, o en el proceso de acceder a estas posiciones); la anulación o la negación de las decisiones de las mujeres, coacciones en la comunicación (interrupciones sistemáticas cuando intervienen compañeras), y a algo que tristemente se practica con mucha asiduidad en ciertos entornos: la insistencia abusiva para lograr imponer un fin, o lo que decimos en lenguaje coloquial, “ganar por cansancio”.

La resistencia al cambio: “micromachismos de crisis”

La tipología de micromachismo que dejo para el final es la que Bonino denomina “de crisis”, que el autor dice aparecer asociada a las situaciones en las que las mujeres han logrado avanzar en autonomía o se ha producido una sensación del varón de ver disminuida su capacidad de control y dominio sobre la mujer. El objetivo en este caso de las prácticas sexistas sería evitar el cambio de estatus quo, intentar retener o recuperar poder, eludir el propio cambio o “sosegar los propios temores a sentirse impotente, inferirorizado, subordinado o abandonado.”

Las estrategias señaladas por el autor serían la “resistencia pasiva” y el “distanciamiento”, el “tomarse tiempo” , “aguantar el envite” o refugiarse en una crítica a las formas en las que se plantean exigencias o demandas de cambio por parte de las mujeres para eludir la reflexión sobre los cambios que hay que afrontar.

Este tipo de prácticas es posible que se vuelvan más importantes en estos tiempos en los que la presencia de las mujeres en las organizaciones empieza a ofrecer marcos de empoderamiento para ellas que resultan a todas luces incómodos para los varones que, a pesar de proclamarse igualitarios, no quieren soltar las riendas del dominio social, político, económico y organizativo.

No nos son ajenas muchas de estas conductas. “La igualdad es cosas de ellas” (y por lo tanto los objetivos igualitarios, la transversalidad, la presencia paritaria en actos, candidaturas y cargos electos solo avanzan por ellas, no porque ellos sean proactivos en su materialización en las organizaciones). “Aguantaremos lo que haya que aguantar”, hasta que se consiga, por ejemplo, desvirtuar la lucha y los objetivos igualitarios dentro de la organización. O las insistentes posiciones de desprestigio sistemático del feminismo en la organización: “feminazis”, “feminismo es igual que machismo”, “hablemos de igualdad, no de feminismo”…

Se trata, en definitiva, de combatir por la democratización de género de las organizaciones. Para conseguir una mayor coherencia entre los discursos “feministas e igualitarios” dentro de las organizaciones y su realidad cotidiana, resulta crucial que realicemos de forma bastante permanente actividades que permitan identificar qué prácticas están teniendo contenido sexista en la organización concreta, asumir con talante autocrítico que existen estas actitudes, comportamientos y malas prácticas individual y colectivamente, y establecer medidas para combatirlas.

Por lo pronto, necesitamos construir un marco de “tolerancia cero” a prácticas que están ahí: la utilización de lenguaje sexista y no inclusivo; el uso de expresiones machistas (“hijo/a de puta”, “cojonudo”, “de puta madre”, “coñazo”, “por mis huevos”, “putada”…); el uso expansivo de los espacios colectivos por los hombres; la autoatribución de ideas generadas por mujeres por parte de hombres, que las muestran como suyas; el reconocimiento y concesión automática de autoridad moral, intelectual o de experiencia a los hombres, mientras que la de las mujeres “habrá que demostrarla”; alzamiento de la voz, interrupciones, repeticiones de argumentos, descalificación de las mujeres como interlocutoras, como actoras organizativas centrales (tanto para la vida interna como externa de la organización); dejar los temas asociados a cuestiones de igualdad, violencia de género, etc., para el final de reuniones y procesos deliberativos y decisorios; uso expansivo del tiempo de las reuniones; apelar a la “racionalidad” varonil frente a la “emotividad” femenina; insistencia abusiva en posiciones sin ceder en la interacción…

Y por supuesto, establecer mecanismos y protocolos para la prevención y erradicación de las prácticas que sí están reconocidas como violencia machista, entre las que obviamente se incluyen el acoso y las agresiones sexuales y el acoso por razón de sexo.

Ya es hora de que las mujeres que participamos en organizaciones sociales, políticas, culturales, sindicales,… dejemos de estar permanentemente expuestas a vivencias tan contradictorias en relación a nuestros derechos.


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