(A partir de L.
Bonino (2004): “Los Micromachismos”, La Cibeles, n. 2. http://www.luisbonino.com/pdf/Los%20Micromachismos%202004.pdf )
No es fácil afrontar
la reflexión sobre las actitudes y prácticas machistas en la vida cotidiana de
las organizaciones. En los últimos años se han ido generando conceptos útiles
para identificar dichas prácticas y actitudes en la vida doméstica (en particular
lo que L. Bonino (2004) denominó “micromachismos”). Las organizaciones son
espacios de participación y de trabajo en las que, además de los ya reconocidos
como delitos de acoso sexual y acoso por razón del sexo, las mujeres y personas
que se distancian de las normas heteropatriarcales se ven expuestas a
situaciones discriminatorias y prácticas que, sin llegar a mostrarse como
violencia física, les pueden afectar en su propia posición e integración plena
en dichas organizaciones.
El concepto y la
tipología de Bonino sobre los micromachismos puede ser útil, pero requiere un
ejercicio de adaptación a la vida organizativa y, sobre todo, requiere que nos
armemos de instrumentos que permitan identificarlos como prácticas
discriminatorias y puedan someterse a sanciones o, cuando menos, intervenciones
para su erradicación dentro de las organizaciones que se definen como
igualitarias e incluso feministas.
Los micromachismos
son “maniobras interpersonales que realizan los varones para mantener,
reafirmar, recuperar el dominio sobre las mujeres, o para resistirse al aumento
del poder de ellas, o aprovecharse de dicho poder”; según Bonino, se trata de
controles y abusos que “restringen y violentan insidiosa y reiteradamente el
poder personal, la autonomía y el equilibrio psíquico de las mujeres, atentando
además contra la democratización de las relaciones”. Pero no es fácil
identificarlos, como siempre que nos enfrentamos a comportamientos que a simple
vista nos parecen “normales” e incluso “bien intencionados” en nuestra vida
cotidiana.
Para facilitar esta
tarea, el autor nos ofrece una tipología de estos “micromachismos”:
utilitarios, encubiertos, de crisis y coercitivos. Si bien los asocia a las
relaciones de pareja, creo que esta distinción puede intentar reconceptualizarse
para reconocer micromachismos organizacionales. En varios post voy a hacer un
esfuerzo por aplicar este marco teórico al caso de las organizaciones. Hoy
empiezo por los “micromachismos utilitarios”.
Micromachismos
“utilitarios”
Los micromachismos
utilitarios remiten básicamente a la división del trabajo en función del sexo,
y por ello mismo afectan al reparto de los tiempos y de las funciones, que
obviamente derivan del cruce entre las responsabilidades en la vida privada y
en la vida pública.
Quizás sea sobre
este tipo de micromachismos del que más hemos sido capaces de hablar desde el
feminismo en las organizaciones, por ser quizás el más evidente: por mucho que
nos proponemos las mujeres participar e integrarnos plenamente en la vida organizativa
en todas su facetas, y que reivindicamos la conciliación entre la vida
familiar, personal, laboral y organizativa, no se producen sino pequeños
avances que muy a menudo se ponen en peligro en el reparto cotidiano de tareas,
del protagonismo, de los usos del tiempo en la reuniones, etc.
Básicamente, los
hombres tienen más fácil participar porque no se responsabilizan del trabajo
doméstico y de los cuidados, y porque se aprovechan del mantenimiento de los
roles tradicionales asignados a las mujeres en la vida familiar, que además
tienden a reproducirse también muchas veces en su incorporación a la vida
pública. Las mujeres suelen hacer de secretarias, limpiadoras, compañeras que
sustentan las cargas emocionales del trabajo sociopolítico (en particular de
los líderes), elaboradoras de materiales, organizadoras,… mientras que los
ámbitos del liderazgo y de la toma de decisiones siguen estando más acaparados
por los hombres.
Micromachismos
“encubiertos”
Siguiendo con las
definiciones de Bonino, los micromachismos pueden ser “encubiertos”. Se trata
de prácticas interactivas que “intentan ocultar su objetivo de imponer las
propias razones abusando de la confianza y la credibilidad ante las mujeres.”
Para este autor, son las conductas más sutiles, pudiendo conducir a que las
mujeres terminen negando sus deseos y hagan lo que en principio no querían
hacer.
En este tipo de
micromachismo el varón actúa marcando e imponiendo las reglas de juego en su
interacción con las mujeres, pero lo hace sin dar directamente las órdenes ni
dando la cara con su pretensión de dominio y control de la situación, más bien
se despliegan estrategias manipuladoras y se ejerce lo que Bonino define como
“poder de microdefinición”: capacidad y habilidad para imponer una persona sus
propios intereses, creencias y percepciones.
¿Cómo pueden
transcurrir estas prácticas micromachistas en una organización? Bonino nos
señala algunas sobre las que reflexionar.
Maniobrar con los
silencios, no dar explicaciones ni dar información de lo que se piensa, pero
esperar que las compañeras efectivamente sean capaces de descifrarlo. Practicar
el aislamiento y el bloqueo manipulativo con las compañeras: no permitir la cooperación,
ni el trabajo en equipo mostrando que se debe a errores en sus actuaciones, o
impedir el desarrollo de un debate sustantivo, recurriendo sistemáticamente a
enjuiciar y descalificar a las compañeras con las que se puede estar
debatiendo. Y también, en ciertas circunstancias, el “acecho”: los hombres no
toman la iniciativa en tareas, esperan a que las compañeras las realicen (sin
colaboración), y finalmente la crítica demoledora (“yo lo habría hecho mucho
mejor”).
Pero también se
incluye entre los micromachismos encubiertos prácticas como la
“pseudonegociación” cuando hay debates y conflictos: digo que estoy dispuesto
al debate y la negociación, pero en realidad no pienso cambiar de posición, o
si lo hago debe ser entendido como una “concesión” que solo hago yo y no ella.
La “inocentización”
también puede presentarse: el varón (supuestamente “experto” o “experimentado”,
“racional”, “seguro”, etc.) se sitúa como juez y fiscal sobre los actos y
razones de sus compañeras, señalan sus errores y nunca asumen sus
responsabilidades en los mismos. Pueden, por ejemplo, adoptar posiciones
paternalistas y desautorizaciones encubiertas: “compañera, te estás dejando
llevar por tus sentimientos y eso impide un debate con cordura”…
Y quizás la más
conocida: la “avaricia de reconocimiento”, que conocemos como “ninguneo” , es
decir, no reconocer el valor de lo que las mujeres realizan, invisibilizar sus
aportaciones y buenos quehaceres, sus aportaciones,…
Se trata, a mi
juicio, de estrategias en las que se hace visible lo que diversos autores han
planteado como una estrecha relación entre el control del conocimiento y la
información y el ejercicio del poder y la dominación. M. Foucault consideraba
que los "discursos" son, en realidad, conjunciones de formas específicas
de saber y de poder que no actúan simplemente de forma "represiva",
sino que son "productivos": nuestras concepciones de la realidad y de
nuestra identidad están conformadas a partir de ciertas reglas que determinan
lo que puede decirse y lo que puede pensarse o sentirse en un
"discurso" concreto y en un tiempo determinado. Para este autor, el
poder no se practica sin el control del saber y, viceversa, el saber se
construye en un marco donde el poder marca nuestras formas de entender el mundo
y la vida.
Micromachismos
“coercitivos”: desnaturalizar lo naturalizado
Retomamos el
análisis de esas actitudes cotidianas y comportamientos manipulativos que nos
cuesta percibir como machistas, pero que lo son y lesionan la vida y la
participación de las mujeres en las organizaciones: micromachismos. Es muy
importante una cosa para nosotras: que no nos dejemos pillar por un sentimiento
de derrota, que no nos creamos lo que nos quieren hacer ver y sentir sobre
nosotras mismas, que nos nos creamos ni ineficaces, ni débiles, ni
incapacitadas.
Es importante el
peso del carácter de “hábito” (retomando el concepto de Bourdieu de “habitus”)
que Bonino otorga a estas prácticas y actitudes, porque permiten entender por
qué las concebimos como “normales”: “esta mirada naturaliza y oculta la
jerarquía de género, favorece no ver las necesidades de las mujeres (ya que a
quien está se le ve menos), y permite evadirse de la responsabilidad por los
efectos que sobre ella tiene la propia conducta dominante”.
Esta característica
sustenta el esfuerzo de realizar lo que estamos haciendo con estos breves
textos, que es “desnaturalizar” lo “naturalizado”: descubrir cómo se nos sigue
“mirando desde arriba” a las mujeres, cómo muchos hombres siguen aferrados a
los “secretos del poderoso” (Godelier) y tratando de monopolizar la utilización
de los códigos que sustentan el poder y la autonomía dentro de las
organizaciones.
Dentro del
repertorio reconocido por Bonino, se encuentran los que él define como
micromachismos “coercitivos”, en los que “el varón usa la fuerza moral,
psíquica, económica o de la propia personalidad (no la física) de un modo
directo, para intentar doblegar a la mujer, limitar su libertad, expoliar su
pensamiento, su tiempo o su espacio, y restringir su capacidad de decisión.”
Se trata quizás de
las formas más sutilmente presentes en la vida de las organizaciones, donde es
demasiado frecuente constatar cómo hay hombres que intentan hacer sentir a las
mujeres con menos capacidad de autonomía para intervenir, donde se ponen en
cuestión sus capacidades racionales, de argumentación y de decisión, y donde se
llega a sugerir como dificultades para la vida orgánica su “escasa” dedicación
a la vida organizativa por menor disponibilidad de tiempo que la de ellos…
¿Cómo se hacen valer
estos prejuicios y prácticas sexistas? Con cosas tan aparentemente sencillas
como un uso expansivo-abusivo del tiempo exigido por la vida organizativa
frente al reconocimiento de la necesidad de hacerlo conciliar con la vida
personal y familiar, o la negación de medidas que puedan facilitar dicha
conciliación, como el establecimiento de servicios de cuidado de menores
durante el desarrollo de las reuniones (y por lo tanto, armarse de espacios que
permitan dicho cuidado en los locales de las propias organizaciones).
Pero también, y
quizás sobre todo, con la imposición de lógicas y estilos de funcionamiento que
otorgan “superioridad” a lo que se considera la “lógica racional” asociada a
pautas de conducta “masculinas”, como por ejemplo, la negación y el
cuestionamiento de los sentimientos de las personas en el devenir de la
dinámica y los procesos participativos (que, además, se consideran como
“cuestiones de mujeres”, reproduciendo los tópicos y los prejuicios sexistas de
nuestra cultura).
Se utilizan estos
desprecios a lógicas y estilos alternativos para imponer ideas, conductas o
elecciones desfavorables a las mujeres; en palabras de Bonino, “son utilizados
por varones que se creen con derecho a monopolizar la definición de la
realidad, suponiendo que tienen la <única> razón o que la suya es
la mejor. Quienes la realizan no tienen en cuenta los sentimientos o deseos
ajenos ni las alternativas, y suponen que exponer sus argumentos les da derecho
a salirse con la suya”.
Estas imposiciones
recurren a estrategias de diverso tipo en los debates, reuniones, y en las
redes sociales. Se recurre a la intimidación (en particular a mujeres en
posiciones de dirección de una organización, o en el proceso de acceder a estas
posiciones); la anulación o la negación de las decisiones de las mujeres,
coacciones en la comunicación (interrupciones sistemáticas cuando intervienen
compañeras), y a algo que tristemente se practica con mucha asiduidad en
ciertos entornos: la insistencia abusiva para lograr imponer un fin, o lo que
decimos en lenguaje coloquial, “ganar por cansancio”.
La resistencia al
cambio: “micromachismos de crisis”
La tipología de
micromachismo que dejo para el final es la que Bonino denomina “de crisis”, que
el autor dice aparecer asociada a las situaciones en las que las mujeres han
logrado avanzar en autonomía o se ha producido una sensación del varón de ver
disminuida su capacidad de control y dominio sobre la mujer. El objetivo en
este caso de las prácticas sexistas sería evitar el cambio de estatus quo,
intentar retener o recuperar poder, eludir el propio cambio o “sosegar los
propios temores a sentirse impotente, inferirorizado, subordinado o
abandonado.”
Las estrategias
señaladas por el autor serían la “resistencia pasiva” y el “distanciamiento”,
el “tomarse tiempo” , “aguantar el envite” o refugiarse en una crítica a las
formas en las que se plantean exigencias o demandas de cambio por parte de las
mujeres para eludir la reflexión sobre los cambios que hay que afrontar.
Este tipo de
prácticas es posible que se vuelvan más importantes en estos tiempos en los que
la presencia de las mujeres en las organizaciones empieza a ofrecer marcos de
empoderamiento para ellas que resultan a todas luces incómodos para los varones
que, a pesar de proclamarse igualitarios, no quieren soltar las riendas del
dominio social, político, económico y organizativo.
No nos son ajenas
muchas de estas conductas. “La igualdad es cosas de ellas” (y por lo tanto los
objetivos igualitarios, la transversalidad, la presencia paritaria en actos,
candidaturas y cargos electos solo avanzan por ellas, no porque ellos sean
proactivos en su materialización en las organizaciones). “Aguantaremos lo que
haya que aguantar”, hasta que se consiga, por ejemplo, desvirtuar la lucha y
los objetivos igualitarios dentro de la organización. O las insistentes
posiciones de desprestigio sistemático del feminismo en la organización:
“feminazis”, “feminismo es igual que machismo”, “hablemos de igualdad, no de
feminismo”…
Se trata, en
definitiva, de combatir por la democratización de género de las organizaciones.
Para conseguir una mayor coherencia entre los discursos “feministas e
igualitarios” dentro de las organizaciones y su realidad cotidiana, resulta
crucial que realicemos de forma bastante permanente actividades que permitan
identificar qué prácticas están teniendo contenido sexista en la organización
concreta, asumir con talante autocrítico que existen estas actitudes,
comportamientos y malas prácticas individual y colectivamente, y establecer
medidas para combatirlas.
Por lo pronto,
necesitamos construir un marco de “tolerancia cero” a prácticas que están ahí:
la utilización de lenguaje sexista y no inclusivo; el uso de expresiones
machistas (“hijo/a de puta”, “cojonudo”, “de puta madre”, “coñazo”, “por mis
huevos”, “putada”…); el uso expansivo de los espacios colectivos por los
hombres; la autoatribución de ideas generadas por mujeres por parte de hombres,
que las muestran como suyas; el reconocimiento y concesión automática de
autoridad moral, intelectual o de experiencia a los hombres, mientras que la de
las mujeres “habrá que demostrarla”; alzamiento de la voz, interrupciones,
repeticiones de argumentos, descalificación de las mujeres como interlocutoras,
como actoras organizativas centrales (tanto para la vida interna como externa
de la organización); dejar los temas asociados a cuestiones de igualdad,
violencia de género, etc., para el final de reuniones y procesos deliberativos
y decisorios; uso expansivo del tiempo de las reuniones; apelar a la
“racionalidad” varonil frente a la “emotividad” femenina; insistencia abusiva
en posiciones sin ceder en la interacción…
Y por supuesto,
establecer mecanismos y protocolos para la prevención y erradicación de las
prácticas que sí están reconocidas como violencia machista, entre las que
obviamente se incluyen el acoso y las agresiones sexuales y el acoso por razón
de sexo.
Ya es hora de que
las mujeres que participamos en organizaciones sociales, políticas, culturales,
sindicales,… dejemos de estar permanentemente expuestas a vivencias tan
contradictorias en relación a nuestros derechos.
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