El objetivo del libro es poner en
evidencia las implicaciones no siempre “legibles” de lo que el autor denomina
“neocapitalismo” para referirse a las transformaciones del régimen capitalista
impulsadas desde la década de los 80 en las políticas económicas y los modos de
organización de la producción. En el libro Sennett logra una inigualable
combinación entre la elaboración teórica (en la que toma como referentes
aportaciones desde distintas disciplinas: sociología, psicología, antropología,
historia, filosofía,…) y la identificación de problemas concretos de la
realidad social, partiendo además de una metodología de
aproximación a situaciones y casos particulares que le permite identificar
síntomas centrales de los efectos de las transformaciones de los modos de
organización del trabajo en la vida social.
La definición del “carácter” me
resulta única: “el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras
relaciones con los demás” (p. 10), dándole relevancia a las relaciones de la
persona con el mundo (inspirada en Horacio), pero remitiendo al largo plazo:
“El carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo, bien a
través de la búsqueda de objetivos a largo plazo, bien por la práctica de
postergar la gratificación en función de un objetivo futuro. De la confusión de
sentimientos en que todos vivimos en un momento cualquiera, intentamos salvar y
sostener algunos; estos sentimientos sostenibles serán los que sirvan a nuestro
carácter. El carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en
nosotros mismos y por los que queremos ser valorados.” (p. 10)
Lo nuevo de este punto de
partida, que otorga un papel central en la mirada sociológica a algo que hemos
entendido tradicionalmente como un término exclusivamente psicológico e
individual (no social), es que no sitúa el debate en el concepto con el que más
activamente hemos asociado la dimensión subjetiva de la vida social: la
“identidad”. No he encontrado en la obra una explicación de esta elección, pero
intuyo que remite al hecho de que el concepto de “identidad” ha estado muy a
menudo asociado a pretensiones de depender de rasgos “esenciales” de los sujetos
sociales. La “identidad” ha sido muy útil a quienes han pretendido apuntar a la
existencia de sujetos sociales marcados por condiciones ajenas a la voluntad y la elección (el
sexo, la etnia, incluso la raza o el territorio), de lo que hemos considerado
conceptualmente como “estructuras”, mientras que Sennett apela a elecciones
subjetivas que adoptamos éticamente y, más aún, los deseos y sentimientos en el
contexto de nuestras “relaciones con el mundo”.
Este
término, por tanto, me parece que sienta las bases de una sociología en la que
lo íntimo y personal están en el centro de los análisis de las dinámicas y
procesos del poder. Y aunque el autor no muestra un interés específico por
señalar cómo este planteamiento puede facilitar la ruptura con el sesgo
patriarcal de la investigación social cuando se aproxima al análisis del mundo
de “lo productivo”, desde mi punto de vista da cuerpo a una forma de afrontar
la mirada feminista del mundo contemporáneo que creo que vale la pena explorar.
Con todo, me voy a centrar en otra “utilidad” de este genial
concepto que me remite a entender ciertas vivencias que en los últimos
años –yo hablaría de la última década- he podido experimentar en organizaciones
de carácter social y político y que me ha sido difícil comprender desde las
categorías heredadas de la propia sociología e incluso la psicología social.
Para ello, el propio título del libro es crucial, “la corrosión del carácter”,
cuya génesis para mí se resume de entrada en una sencilla frase en los inicios
del libro: “las cualidades del buen trabajo no son las cualidades del buen
carácter” (p. 20). Es decir, las transformaciones en “la manera de organizar el
tiempo y en especial el tiempo de trabajo” en nuestros días pueden estar
lanzando a la deriva los buenos valores que en la vida interior y emocional las
personas pueden haber elegido, de modo que la lógica desde la que funcionamos
en las organizaciones no tenga nada que ver con las elecciones que hayamos
podido asumir incluso para vincularnos a organizaciones que se supone se
crearon para desarrollar fines contra las injusticias, las corruptelas y los
efectos nocivos de nuestra sociedad.
Una primera característica sobre
la que el autor llama la atención y que sustenta esta “corrosión del carácter”
es que el capitalismo de nuestro tiempo rechaza el orden “a largo plazo”
que ha primado en las sociedades capitalistas durante las dos décadas de
régimen fordista y Estado del Bienestar. Las organizaciones se entienden en la
actualidad como “redes”, como “proyectos” y “campos de trabajo”, más “ligeras
en la base” y que se pueden desmontar o redefinir más rápidamente que las
estructuras jerárquicas con forma piramidal típicas de las burocracias (p. 22).
Me gusta una metáfora que Sennett toma de Walter Powell para
identificar las nuevas empresas (el autor se centra en las empresas, pero yo
creo que en parte esto es extrapolable a otro tipo de organizaciones): “. El archipiélago es una imagen adecuada para describir
las comunicaciones que se verifican como un viaje interinsular, si bien
–gracias a las modernas tecnologías- a la velocidad de la luz.” (p. 22). Aunque
una organización se muestre como grande, y crezca en escaso tiempo, el modelo
organizativo no se establece en términos jerárquicos, sino que el crecimiento
se articula con unidades pequeñas interconectadas entre sí de forma bastante
permanente y rápida, de fácil conexión, pero también de fácil desaparición. El
hundimiento de una “isla” no hunde el archipiélago…
Pero ¿por qué este “nada a largo plazo” corroe el carácter? Básicamente
porque lo efímero rara vez puede ser funcional como guía de la construcción de
elecciones sobre principios éticos y vínculos emocionales sólidos: “el “nada a
largo plazo” corroe la confianza, la lealtad y el compromiso mutuos (…). Estos
vínculos sociales tardan en
desarrollarse, y lentamente echan raíces en las grietas de las instituciones.”
Las redes rechazan vínculos fuertes, solo sustentan vínculos débiles, requieren
“formas fugaces de asociación”. “Los lazos sociales sólidos –como la lealtad-
han dejado de ser convincentes.” (p. 23). El “desapego” y la “cooperación
superficial” son “una armadura mejor que el comportamiento basado en los
valores de lealtad y servicio.” (p. 24)
El problema que se le plantea a los proyectos sociales y políticos que
aspiran a una práctica transformadora radical de la realidad (entendiendo por
ello que aspiran a cambiar este régimen desde sus raíces) es
que esas aspiraciones son de largo recorrido, el largo plazo forma parte de su
propia fundamentación, si bien deben moverse en un mundo que funciona en claves
del corto plazo con todas estas limitaciones. Sennett encuentra este dilema en
relación a los proyectos familiares de las personas, pero para mi también
afecta a los movimientos y organizaciones actuales con presencia en la
política, el sindicalismo y las luchas sociales: ¿cómo conseguir proteger
organizaciones transformadoras “para que no sucumban a los comportamientos a
corto plazo, el modo de pensar inmediato y, básicamente, el débil grado de
lealtad y compromiso que caracterizan al moderno lugar de trabajo?”. Si este
“capitalismo de corto plazo” amenaza con “corroer el carácter” es porque afecta
a “aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y
brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible”…difícilmente
organizaciones que deberían valorar la honradez, el compromiso o la obligación
ética pueden mantenerse “inmunizadas” de esta “corrosión”.
La vida cotidiana se experimenta y transcurre en un devenir de un
“tiempo desarticulado” que “amenaza la capacidad de la gente de consolidar su
carácter en narraciones duraderas”, y una reacción a esta imposibilidad de la
narración puede ser la construcción de una “comunidad simbólica idealizada”,
que en el caso de las organizaciones puede suponer efectivamente procesos de confrontación y búsqueda de “los sectores auténticos” frente a los
“foráneos”, diferentes, por razones diversas. Las dinámicas del tiempo
fragmentado no dan para construir comunidades dentro de las organizaciones
reales y constructivas e integradoras…dan para generar más bien conductas
sectarias sustentadoras de esas comunidades ficticias, que en algunos casos
pueden construirse a partir de ficciones conspiratorias que justifican
prácticas de acoso y derribo a quienes se deja fuera de la “comunidad”. Se
trata, obviamente, de respuestas culturales conservadoras que, por cierto,
escaso daño le hacen al régimen neocapitalista, dado que mantienen la
desintegración como realidad, y entretienen la dinámica organizativa en
conflictos secundarios que terminan por debilitar el propio proyecto, y de
dicha debilidad se hace responsable a “los otros” construidos, sin tener capacidad
de identificar los tentáculos del poder establecido en el interior de la propia
organización.
Los capítulos centrales del libro se refieren a identificar los nuevos
modelos de organización del poder en el mundo empresarial que sustentan todas
estas tendencias desintegradoras. Algunas ideas importantes.
- La estructura interna de las instituciones se reorganiza pasando a ser central dejar que “las demandas cambiantes del mundo exterior” determinen esta estructura (p. 53).
- Se atribuye a las viejas formas de autoridad un carácter burocrático e inflexible…pero su sustitución no ha sido para hacer desaparecer el poder ni la dominación, sino para hacerlos menos visibles: “desafiar al viejo orden burocrático no ha traído consigo menos estructura institucional. Es una estructura que ya no tiene la claridad de la pirámide, se ha vuelto más “intrincada”, no más sencilla.”: “La dominación desde arriba es, a la vez, fuerte y amorfa.” (p. 58).
- Se instaura una nueva “ética del trabajo”. “La ética del trabajo, tal como la entendemos corrientemente, reafirma el uso autodisciplinado del tiempo y el valor de la gratificación postergada” (p. 103): trabajar duro y esperar. Pero esta ética requiere, obviamente, instituciones estables. La nueva ética se supone que debe adaptarse a instituciones rápidamente cambiantes, y por tanto debe estar más asociada a la inmediatez del presente. La fórmula que se ha generado es el llamamiento al trabajo en equipo, a la cooperación, pero a un determinado tipo de cooperación, no cualquiera. Es importante aquí ir a las palabras del propio autor:
- La estructura interna de las instituciones se reorganiza pasando a ser central dejar que “las demandas cambiantes del mundo exterior” determinen esta estructura (p. 53).
- Se atribuye a las viejas formas de autoridad un carácter burocrático e inflexible…pero su sustitución no ha sido para hacer desaparecer el poder ni la dominación, sino para hacerlos menos visibles: “desafiar al viejo orden burocrático no ha traído consigo menos estructura institucional. Es una estructura que ya no tiene la claridad de la pirámide, se ha vuelto más “intrincada”, no más sencilla.”: “La dominación desde arriba es, a la vez, fuerte y amorfa.” (p. 58).
- Se instaura una nueva “ética del trabajo”. “La ética del trabajo, tal como la entendemos corrientemente, reafirma el uso autodisciplinado del tiempo y el valor de la gratificación postergada” (p. 103): trabajar duro y esperar. Pero esta ética requiere, obviamente, instituciones estables. La nueva ética se supone que debe adaptarse a instituciones rápidamente cambiantes, y por tanto debe estar más asociada a la inmediatez del presente. La fórmula que se ha generado es el llamamiento al trabajo en equipo, a la cooperación, pero a un determinado tipo de cooperación, no cualquiera. Es importante aquí ir a las palabras del propio autor:
“La gente aún sigue jugando al poder en los
equipos, pero al hacerse hincapié en las capacidades blandas de la
comunicación, en la facilitación y la mediación, un aspecto del poder cambia
radicalmente: la autoridad desaparece, la autoridad del tipo que proclama
segura de sí misma: ¡Ésta es la manera correcta!¡Obedéceme porque
sé de lo que estoy hablando! La persona con poder no justifica sus órdenes;
los poderosos sólo posibilitan un camino a los demás. Este
poder sin autoridad desorienta a los empleados, que pueden seguir sintiendo la
necesidad de justificarse, si bien ahora no hay nadie que
responda. El Dios de Calvino ha huido. La desaparición de las figuras de la
autoridad se da de maneras específicas y tangibles.” (p. 115).
La metáfora equipara el mundo del trabajo a un encuentro deportivo entre equipos, sirviendo para explicar la ficción del discurso que acompaña a esta nueva ética, y se utiliza a menudo para justificar el bloqueo al papel representativo y negociador de los sindicatos. Volvemos al texto del autor:
La metáfora equipara el mundo del trabajo a un encuentro deportivo entre equipos, sirviendo para explicar la ficción del discurso que acompaña a esta nueva ética, y se utiliza a menudo para justificar el bloqueo al papel representativo y negociador de los sindicatos. Volvemos al texto del autor:
“Lauri Graham encontró a la gente oprimida
de un modo particular por la misma superficialidad de las ficciones del trabajo
en equipo. La presión de otros colegas de su equipo de trabajo ocupaba el lugar
del jefe que azuzaba con el látigo para que los coches avanzasen lo más rápido
posible en la cadena de montaje; la ficción de empleados cooperando en equipo
servía a la incesante pulsión de la empresa a una productividad cada vez
mayor.” (pp. 118-119)
Los jefes se equiparan a “entrenadores” frente a los antiguos “supervisores”. El modelo sirve para algo crucial: ocultar la autoridad y eludir la responsabilidad, al tiempo que el carácter colectivo del trabajo sirve para negar la legitimidad de las necesidades y deseos de los trabajadores individuales: cualquier demanda de un trabajador/a se muestra como “falta de disposición a cooperar del empleado” (p. 121).Y, finalmente, la gente no puede construir una narrativa de su futuro, no puede construir expectativas, por las incertidumbres del modelo, un modelo en el que, además, el fracaso es individual, no estructural.
Los jefes se equiparan a “entrenadores” frente a los antiguos “supervisores”. El modelo sirve para algo crucial: ocultar la autoridad y eludir la responsabilidad, al tiempo que el carácter colectivo del trabajo sirve para negar la legitimidad de las necesidades y deseos de los trabajadores individuales: cualquier demanda de un trabajador/a se muestra como “falta de disposición a cooperar del empleado” (p. 121).Y, finalmente, la gente no puede construir una narrativa de su futuro, no puede construir expectativas, por las incertidumbres del modelo, un modelo en el que, además, el fracaso es individual, no estructural.
En el capítulo final, el autor señala que las “condiciones emocionales” que el lugar de trabajo impone a las personas, “las incertidumbres de la flexibilidad; la ausencia de confianza y compromiso con raíces profundas; la superficialidad del trabajo en equipo; y, más que nada, el fantasma de no conseguir hacer nada de uno mismo en el mundo, de
Pero ese
nosotros puede tener significados distintos, no siempre positivos para una transformación
del mundo que lo sustenta. Puede definirse construyendo un “otro” defensivo que
no siempre son los poderosos (por ejemplo, los inmigrantes y otras
personas de fuera, los que recorren “los circuitos del mercado de trabajo
global”).
¿Cuándo
puede usarse positivamente? Cuando se utiliza para “explorar más en profundidad
y con una actitud más positiva”. La recomendación de Sennett se orienta a tomar
como referencia “los dos elementos de la frase "destino compartido". ¿Qué
clase de compartir se requiere para resistir la nueva política económica, más
que para huir de ella? ¿Qué clase de relaciones personales sostenidas en el
tiempo pueden estar contenidas en el uso de 'nosotros'?” (p. 146).
Es
fundamental el rescate del “vínculo social”, “que surge básicamente de una
sensación de dependencia mutua” (p. 146), y que se apoye en el “compartir”. Se
nos engaña dando a entender que la dependencia equivale a “parasitismo social,
y sin embargo esa falsa “independencia” resulta ser “una potente herramienta disciplinaria”,
ya que nos pone en la tesitura de que no dependemos de otros. Tenemos que
desafiar la falsa contraposición entre dependencia (yo-débil-dependiente) e
independencia (yo-fuerte-independiente), que aplana la realidad y niega su
complejidad.
Avergonzarse
de la dependencia –como se nos quiere imponer desde las instituciones
neocapitalistas- supone erosionar la confianza y el compromiso mutuos, “y la
falta de estos vínculos sociales amenaza el funcionamiento de cualquier empresa
colectiva” (p. 148)
“ (…); en la vida adulta, una persona sanamente independiente es capaz de depender de los otros cuando la ocasión lo requiere y también de saber en quién le conviene confiar. En las relaciones
íntimas, el miedo a volverse dependiente de alguien significa no poder confiar
en esa persona; en lugar de esa confianza, las propias defensas mandan.” (p.
147)
“El tono ácido de las discusiones actuales
sobre necesidades de bienestar social, derechos sociales y redes de seguridad
está impregnado de insinuaciones de parasitismo, por un lado, y se topa con la
rabia de los humillados, por otro. Cuanto más vergonzosa sea la sensación de
dependencia y limitación, más se tenderá a sentir la rabia del humillado.
Restituir la fe en los demás es un acto reflexivo; requiere menos miedo a la
vulnerabilidad propia. Sin embargo, este acto reflexivo tiene un contexto
social. Las organizaciones que celebran la independencia y la autonomía, lejos
de inspirar a sus empleados, pueden suscitar esa sensación de vulnerabilidad. Y
las estructuras sociales que no fomentan de un modo positivo la confianza en
los otros en momentos de crisis infunden la más neutra y vacía falta de
confianza.”(p. 149)
Caben
dos estrategias ante una crisis del “nosotros” como la que estamos
viviendo. Una primera,
practicada desde movimientos comunitaristas conservadores, intenta apropiarse
de palabras y discursos que apelan a la confianza, responsabilidad mutua y el compromiso
en términos de unos supuestos “valores comunes” compartidos, pero rechazando
cualquier posibilidad de conflicto. Se trata de un “nosotros” ficticio.
Más
adecuado resulta para el autor asumir las propuestas de los teóricos del
conflicto (en particular, Lewis Coser), para quien el conflicto en sí mismo puede
ser una “fuente de sentido comunitario”, en la medida en que “la gente aprende
a escuchar y a reaccionar entre sí incluso percibiendo sus diferencias más
profundamente”. Según Coser, “no hay comunidad hasta que no se reconozcan las
diferencias latentes en su seno. Los vínculos fuertes entre la gente implican
un compromiso con sus diferencias…” (p. 150). Por eso adquiere relevancia el
modelo de “democracia deliberativa”, frente al “régimen de la flexibilidad”, en
el que “los que tienen el poder de evitar la responsabilidad, tienen también
los medios para reprimir las discrepancias.”, reprimiendo “el poder de la
” (p. 152).
Y,
en definitiva, este “nosotros” remite al rescate del “carácter”, entendido como
“conexión con el mundo”, como el “ser necesario para los demás”. El capitalismo
moderno corroe este carácter porque “hay historia, pero no narrativa compartida
de dificultad y, por lo tanto, no hay destino compartido (…) …la pregunta ¿quién me necesita? no tiene respuesta inmediata” (p. 154). Pero esto
mismo le puede llevar a su propia desaparición:
“No
sé cuáles son los programas políticos que surgen de esas necesidades internas,
pero sí sé que un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón
profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su
legitimidad.” (p. 155)
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