viernes, 16 de septiembre de 2016

Sobre "La corrosión del carácter" de R. Sennett


El objetivo del libro es poner en evidencia las implicaciones no siempre “legibles” de lo que el autor denomina “neocapitalismo” para referirse a las transformaciones del régimen capitalista impulsadas desde la década de los 80 en las políticas económicas y los modos de organización de la producción. En el libro Sennett logra una inigualable combinación entre la elaboración teórica (en la que toma como referentes aportaciones desde distintas disciplinas: sociología, psicología, antropología, historia, filosofía,…) y la identificación de problemas concretos de la realidad social, partiendo además de una metodología de aproximación a situaciones y casos particulares que le permite identificar síntomas centrales de los efectos de las transformaciones de los modos de organización del trabajo en la vida social.
La definición del “carácter” me resulta única: “el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras relaciones con los demás” (p. 10), dándole relevancia a las relaciones de la persona con el mundo (inspirada en Horacio), pero remitiendo al largo plazo:

“El carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo, bien a través de la búsqueda de objetivos a largo plazo, bien por la práctica de postergar la gratificación en función de un objetivo futuro. De la confusión de sentimientos en que todos vivimos en un momento cualquiera, intentamos salvar y sostener algunos; estos sentimientos sostenibles serán los que sirvan a nuestro carácter. El carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que queremos ser valorados.” (p. 10)
                Lo nuevo de este punto de partida, que otorga un papel central en la mirada sociológica a algo que hemos entendido tradicionalmente como un término exclusivamente psicológico e individual (no social), es que no sitúa el debate en el concepto con el que más activamente hemos asociado la dimensión subjetiva de la vida social: la “identidad”. No he encontrado en la obra una explicación de esta elección, pero intuyo que remite al hecho de que el concepto de “identidad” ha estado muy a menudo asociado a pretensiones de depender de rasgos “esenciales” de los sujetos sociales. La “identidad” ha sido muy útil a quienes han pretendido apuntar a la existencia de sujetos sociales marcados por condiciones ajenas a la voluntad y la elección (el sexo, la etnia, incluso la raza o el territorio), de lo que hemos considerado conceptualmente como “estructuras”, mientras que Sennett apela a elecciones subjetivas que adoptamos éticamente y, más aún, los deseos y sentimientos en el contexto de nuestras “relaciones con el mundo”.
                Este término, por tanto, me parece que sienta las bases de una sociología en la que lo íntimo y personal están en el centro de los análisis de las dinámicas y procesos del poder. Y aunque el autor no muestra un interés específico por señalar cómo este planteamiento puede facilitar la ruptura con el sesgo patriarcal de la investigación social cuando se aproxima al análisis del mundo de “lo productivo”, desde mi punto de vista da cuerpo a una forma de afrontar la mirada feminista del mundo contemporáneo que creo que vale la pena explorar.
               Con todo, me voy a centrar en otra “utilidad” de este genial concepto que me remite a entender ciertas vivencias que en los últimos años –yo hablaría de la última década- he podido experimentar en organizaciones de carácter social y político y que me ha sido difícil comprender desde las categorías heredadas de la propia sociología e incluso la psicología social. Para ello, el propio título del libro es crucial, “la corrosión del carácter”, cuya génesis para mí se resume de entrada en una sencilla frase en los inicios del libro: “las cualidades del buen trabajo no son las cualidades del buen carácter” (p. 20). Es decir, las transformaciones en “la manera de organizar el tiempo y en especial el tiempo de trabajo” en nuestros días pueden estar lanzando a la deriva los buenos valores que en la vida interior y emocional las personas pueden haber elegido, de modo que la lógica desde la que funcionamos en las organizaciones no tenga nada que ver con las elecciones que hayamos podido asumir incluso para vincularnos a organizaciones que se supone se crearon para desarrollar fines contra las injusticias, las corruptelas y los efectos nocivos de nuestra  sociedad.
                Una primera característica sobre la que el autor llama la atención y que sustenta esta “corrosión del carácter” es que el capitalismo de nuestro tiempo rechaza el orden “a largo plazo” que ha primado en las sociedades capitalistas durante las dos décadas de régimen fordista y Estado del Bienestar. Las organizaciones se entienden en la actualidad como “redes”, como “proyectos” y “campos de trabajo”, más “ligeras en la base” y que se pueden desmontar o redefinir más rápidamente que las estructuras jerárquicas con forma piramidal típicas de las burocracias (p. 22).
Me gusta una metáfora que Sennett toma de Walter Powell para identificar las nuevas empresas (el autor se centra en las empresas, pero yo creo que en parte esto es extrapolable a otro tipo de organizaciones): “. El archipiélago es una imagen adecuada para describir las comunicaciones que se verifican como un viaje interinsular, si bien –gracias a las modernas tecnologías- a la velocidad de la luz.” (p. 22). Aunque una organización se muestre como grande, y crezca en escaso tiempo, el modelo organizativo no se establece en términos jerárquicos, sino que el crecimiento se articula con unidades pequeñas interconectadas entre sí de forma bastante permanente y rápida, de fácil conexión, pero también de fácil desaparición. El hundimiento de una “isla” no hunde el archipiélago…
Pero ¿por qué este “nada a largo plazo” corroe el carácter? Básicamente porque lo efímero rara vez puede ser funcional como guía de la construcción de elecciones sobre principios éticos y vínculos emocionales sólidos: “el “nada a largo plazo” corroe la confianza, la lealtad y el compromiso mutuos (…). Estos vínculos  sociales tardan en desarrollarse, y lentamente echan raíces en las grietas de las instituciones.” Las redes rechazan vínculos fuertes, solo sustentan vínculos débiles, requieren “formas fugaces de asociación”. “Los lazos sociales sólidos –como la lealtad- han dejado de ser convincentes.” (p. 23). El “desapego” y la “cooperación superficial” son “una armadura mejor que el comportamiento basado en los valores de lealtad y servicio.” (p. 24)
El problema que se le plantea a los proyectos sociales y políticos que aspiran a una práctica transformadora radical de la realidad (entendiendo por ello que aspiran a cambiar este régimen desde sus raíces) es que esas aspiraciones son de largo recorrido, el largo plazo forma parte de su propia fundamentación, si bien deben moverse en un mundo que funciona en claves del corto plazo con todas estas limitaciones. Sennett encuentra este dilema en relación a los proyectos familiares de las personas, pero para mi también afecta a los movimientos y organizaciones actuales con presencia en la política, el sindicalismo y las luchas sociales: ¿cómo conseguir proteger organizaciones transformadoras “para que no sucumban a los comportamientos a corto plazo, el modo de pensar inmediato y, básicamente, el débil grado de lealtad y compromiso que caracterizan al moderno lugar de trabajo?”. Si este “capitalismo de corto plazo” amenaza con “corroer el carácter” es porque afecta a “aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible”…difícilmente organizaciones que deberían valorar la honradez, el compromiso o la obligación ética pueden mantenerse “inmunizadas” de esta “corrosión”.
La vida cotidiana se experimenta y transcurre en un devenir de un “tiempo desarticulado” que “amenaza la capacidad de la gente de consolidar su carácter en narraciones duraderas”, y una reacción a esta imposibilidad de la narración puede ser la construcción de una “comunidad simbólica idealizada”, que en el caso de las organizaciones puede suponer efectivamente procesos de confrontación y búsqueda de “los sectores auténticos” frente a los “foráneos”, diferentes, por razones diversas. Las dinámicas del tiempo fragmentado no dan para construir comunidades dentro de las organizaciones reales y constructivas e integradoras…dan para generar más bien conductas sectarias sustentadoras de esas comunidades ficticias, que en algunos casos pueden construirse a partir de ficciones conspiratorias que justifican prácticas de acoso y derribo a quienes se deja fuera de la “comunidad”. Se trata, obviamente, de respuestas culturales conservadoras que, por cierto, escaso daño le hacen al régimen neocapitalista, dado que mantienen la desintegración como realidad, y entretienen la dinámica organizativa en conflictos secundarios que terminan por debilitar el propio proyecto, y de dicha debilidad se hace responsable a “los otros” construidos, sin tener capacidad de identificar los tentáculos del poder establecido en el interior de la propia organización.
Los capítulos centrales del libro se refieren a identificar los nuevos modelos de organización del poder en el mundo empresarial que sustentan todas estas tendencias desintegradoras. Algunas ideas importantes.

-  La estructura interna de las instituciones se reorganiza pasando a ser central dejar que “las demandas cambiantes del mundo exterior” determinen esta estructura (p. 53).
- Se atribuye a las viejas formas de autoridad un carácter burocrático e inflexible…pero su sustitución no ha sido para hacer desaparecer el poder ni la dominación, sino para hacerlos menos visibles: “desafiar al viejo orden burocrático no ha traído consigo menos estructura institucional. Es una estructura que ya no tiene la claridad de la pirámide, se ha vuelto más “intrincada”, no más sencilla.”: “La dominación desde arriba es, a la vez, fuerte y amorfa.” (p. 58).
- Se instaura una nueva “ética del trabajo”. “La ética del trabajo, tal como la entendemos corrientemente, reafirma el uso autodisciplinado del tiempo y el valor de la gratificación postergada” (p. 103): trabajar duro y esperar. Pero esta ética requiere, obviamente, instituciones estables. La nueva ética se supone que debe adaptarse a instituciones rápidamente cambiantes, y por tanto debe estar más asociada a la inmediatez del presente. La fórmula que se ha generado es el llamamiento al trabajo en equipo, a la cooperación, pero a un determinado tipo de cooperación, no cualquiera. Es importante aquí ir a las palabras del propio autor:
“La gente aún sigue jugando al poder en los equipos, pero al hacerse hincapié en las capacidades blandas de la comunicación, en la facilitación y la mediación, un aspecto del poder cambia radicalmente: la autoridad desaparece, la autoridad del tipo que proclama segura de sí misma: ¡Ésta es la manera correcta!¡Obedéceme porque sé de lo que estoy hablando! La persona con poder no justifica sus órdenes; los poderosos sólo posibilitan un camino a los demás. Este poder sin autoridad desorienta a los empleados, que pueden seguir sintiendo la necesidad de justificarse, si bien ahora no hay nadie que responda. El Dios de Calvino ha huido. La desaparición de las figuras de la autoridad se da de maneras específicas y tangibles.” (p. 115).

La metáfora equipara el mundo del trabajo a un encuentro deportivo entre equipos,  sirviendo para explicar la ficción del discurso que acompaña a esta nueva ética, y se utiliza a menudo para justificar el bloqueo al papel representativo y negociador de los sindicatos. Volvemos al texto del autor:
“Lauri Graham encontró a la gente oprimida de un modo particular por la misma superficialidad de las ficciones del trabajo en equipo. La presión de otros colegas de su equipo de trabajo ocupaba el lugar del jefe que azuzaba con el látigo para que los coches avanzasen lo más rápido posible en la cadena de montaje; la ficción de empleados cooperando en equipo servía a la incesante pulsión de la empresa a una productividad cada vez mayor.” (pp. 118-119)

Los jefes se equiparan a “entrenadores” frente a los antiguos “supervisores”. El modelo sirve para algo crucial: ocultar la autoridad y eludir la responsabilidad, al tiempo que el carácter colectivo del trabajo sirve para negar la legitimidad de las necesidades y deseos de los trabajadores individuales: cualquier demanda de un trabajador/a se muestra como “falta de disposición a cooperar del empleado” (p. 121).Y, finalmente, la gente no puede construir una narrativa de su futuro, no puede construir expectativas, por las incertidumbres del modelo, un modelo en el que, además, el fracaso es individual, no estructural.

En el capítulo final, el autor señala que las “condiciones emocionales” que el lugar de trabajo impone a las personas, “las incertidumbres de la flexibilidad; la ausencia de confianza y compromiso con raíces profundas; la superficialidad del trabajo en equipo; y, más que nada, el fantasma de no conseguir hacer nada de uno mismo en el mundo, de mediante el trabajo” mueven a las personas a “buscar otra escena de cariño y profundidad”, siendo una de las posibles respuestas el despertar de “un deseo de comunidad” (p. 145), la construcción de un “nosotros”.
Pero ese nosotros puede tener significados distintos, no siempre positivos para una transformación del mundo que lo sustenta. Puede definirse construyendo un “otro” defensivo que no siempre son los poderosos (por ejemplo, los inmigrantes y otras personas de fuera, los que recorren “los circuitos del mercado de trabajo global”). 
                ¿Cuándo puede usarse positivamente? Cuando se utiliza para “explorar más en profundidad y con una actitud más positiva”. La recomendación de Sennett se orienta a tomar como referencia “los dos elementos de la frase "destino compartido". ¿Qué clase de compartir se requiere para resistir la nueva política económica, más que para huir de ella? ¿Qué clase de relaciones personales sostenidas en el tiempo pueden estar contenidas en el uso de 'nosotros'?” (p. 146).
                Es fundamental el rescate del “vínculo social”, “que surge básicamente de una sensación de dependencia mutua” (p. 146), y que se apoye en el “compartir”. Se nos engaña dando a entender que la dependencia equivale a “parasitismo social, y sin embargo esa falsa “independencia” resulta ser “una potente herramienta disciplinaria”, ya que nos pone en la tesitura de que no dependemos de otros. Tenemos que desafiar la falsa contraposición entre dependencia (yo-débil-dependiente) e independencia (yo-fuerte-independiente), que aplana la realidad y niega su complejidad.
                Avergonzarse de la dependencia –como se nos quiere imponer desde las instituciones neocapitalistas- supone erosionar la confianza y el compromiso mutuos, “y la falta de estos vínculos sociales amenaza el funcionamiento de cualquier empresa colectiva” (p. 148)

      (…); en la vida adulta, una persona sanamente independiente es capaz de depender de los otros cuando la ocasión lo requiere y también de saber en quién le conviene confiar. En las relaciones íntimas, el miedo a volverse dependiente de alguien significa no poder confiar en esa persona; en lugar de esa confianza, las propias defensas mandan.” (p. 147)
      “El tono ácido de las discusiones actuales sobre necesidades de bienestar social, derechos sociales y redes de seguridad está impregnado de insinuaciones de parasitismo, por un lado, y se topa con la rabia de los humillados, por otro. Cuanto más vergonzosa sea la sensación de dependencia y limitación, más se tenderá a sentir la rabia del humillado. Restituir la fe en los demás es un acto reflexivo; requiere menos miedo a la vulnerabilidad propia. Sin embargo, este acto reflexivo tiene un contexto social. Las organizaciones que celebran la independencia y la autonomía, lejos de inspirar a sus empleados, pueden suscitar esa sensación de vulnerabilidad. Y las estructuras sociales que no fomentan de un modo positivo la confianza en los otros en momentos de crisis infunden la más neutra y vacía falta de confianza.”(p. 149)
           Caben dos estrategias ante una crisis del “nosotros” como la que estamos viviendo. Una primera, practicada desde movimientos comunitaristas conservadores, intenta apropiarse de palabras y discursos que apelan a la confianza, responsabilidad mutua y el compromiso en términos de unos supuestos “valores comunes” compartidos, pero rechazando cualquier posibilidad de conflicto. Se trata de un “nosotros” ficticio.
                Más adecuado resulta para el autor asumir las propuestas de los teóricos del conflicto (en particular, Lewis Coser), para quien el conflicto en sí mismo puede ser una “fuente de sentido comunitario”, en la medida en que “la gente aprende a escuchar y a reaccionar entre sí incluso percibiendo sus diferencias más profundamente”. Según Coser, “no hay comunidad hasta que no se reconozcan las diferencias latentes en su seno. Los vínculos fuertes entre la gente implican un compromiso con sus diferencias…” (p. 150). Por eso adquiere relevancia el modelo de “democracia deliberativa”, frente al “régimen de la flexibilidad”, en el que “los que tienen el poder de evitar la responsabilidad, tienen también los medios para reprimir las discrepancias.”, reprimiendo “el poder de la ” (p. 152).
                Y, en definitiva, este “nosotros” remite al rescate del “carácter”, entendido como “conexión con el mundo”, como el “ser necesario para los demás”. El capitalismo moderno corroe este carácter porque “hay historia, pero no narrativa compartida de dificultad y, por lo tanto, no hay destino compartido (…) …la pregunta ¿quién me necesita? no tiene respuesta inmediata” (p. 154). Pero esto mismo le puede llevar a su propia desaparición:

“No sé cuáles son los programas políticos que surgen de esas necesidades internas, pero sí sé que un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad.” (p. 155)


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